Ahora que tenemos que soportar la carga existencial de sobrellevar un presente tan insospechado, es inevitable que se privilegie la mirada hacia el (también incierto) futuro. El humor negro y sarcasmo de los permanentes memes y stickers compartidos en las redes sociales quizás sea una manera de conjurar la incertidumbre respecto de lo que pudiese ocurrir (o no) en los próximos días. Quisiéramos repetir las historias de la contención del virus, tal como ha sido en China, Corea del Sur, Singapur. Eludimos siquiera pensar que en nuestro país pudiésemos repetir experiencias pavorosas como las de España e Italia, países desarrollados en los que es tristísimo evidenciar la sobresaturación y colapso de sus sistemas de salud.
Al parecer el miedo se resume no tanto en la tasa de mortalidad del COVID 19, tasa que se ha demostrado es realmente baja. En cambio, el problema es que es un virus altamente contagioso, y por tanto puede poner en riesgo la capacidad del sistema de salud para atender a muchas personas enfermas al mismo tiempo. Atemoriza también, independientemente de la aparente baja tasa de mortalidad, que este virus sea significativamente más peligroso en personas más vulnerables por razón de edad o de condición de salud (aunque no están descartados los casos excepcionales de personas jóvenes y saludables a quienes esta enfermedad también ha arrebatado la vida). Y existe miedo también -que es quizás el más ineludible y real- al colapso del sistema social en general (con sus signos palpables ya en el tema económico).
Sin embargo, aunque en estos momentos el pasado inmediato pre-coronavirus parece ya algo lejano, debemos asumir que en realidad no se ha ido. Ese pasado que permanecerá después del virus se eternizará en el presente y futuro de la previsible permanencia de la desigualdad, de la injusticia, de la violencia, de la degradación social y ambiental.
El mundo ya estaba mal desde antes. No comenzó a desmoronarse a partir de la crisis del COVID 19. Era el mundo que generó grandísimas oportunidades para algunos pero no para la mayoría. Era el mundo que sigue permaneciendo ahora y que difícilmente podrá desmoronarse, aun con la pandemia.
Sólo unos días antes de que comenzara la cuarentena teníamos signos esperanzadores de que esta sociedad machista, excluyente y que sobrevalora la producción material y menosprecia lo “no productivo”, podría de verdad cambiar. El movimiento del 9 de marzo, “Un día sin nosotras”, era un signo de los nuevos tiempos, pero también nos golpeaba en lo más hondo al recordarnos que las exigencias no eran nuevas sino que eran milenarias: la subyugación de la mujer en manos de un mundo construido por y para los más fuertes y poderosos, los varones, había creado una ola de violencia y discriminación que tardarán quizás siglos en revertirse.
No obstante, ahora en la pandemia, millones de mujeres en el mundo viven situaciones de explotación como nunca antes se había visto. Algunas son privilegiadas porque su trabajo y fuente de ingreso no han sido clausurados. Pero no se sabe realmente quiénes están más expuestas al riesgo (riesgo en general): si las mujeres que deben seguir asistiendo a sus lugares de trabajo y que viven el miedo de contagiarse del virus y por tanto contagiar a personas más vulnerables que ellas (por razón de edad o de condición de salud), o bien las mujeres en cuyo trabajo en casa ahora se materializa el sueño de miles de empresas y patrones que pueden al fin ejercer los crueles mecanismos del control laboral del home office, mecanismos con los que se asume que la libertad para laborar dentro del hogar, en ropa de dormir y con una taza de café permanente junto al escritorio, implican que el horario de atención a la institución, usuarios y clientes tienda a convertirse en el famoso 24/7, esquema de trabajo propio de esta sociedad totalitaria y que es vanagloriado por los idólatras del consumismo y la sobre-explotación laboral. Y además, estas mujeres que viven en el encierro son a quienes, por causa de la carga cultural del sistema patriarcal y las prácticas micromachistas -que desde niños y niñas aprendemos a generar y reproducir-, se les impone mayor trabajo doméstico.
En el mundo de antes ya existía el trabajo informal, el trabajo precario, el trabajo flexible que no dignificaba a los empleados con prestaciones de ley (incluso muchas veces no se les brinda ni siquiera el estatus de “empleado”), el trabajo riesgoso en condiciones mínimas de seguridad y bienestar. Y ahora sucede que habrá millones de familias en el mundo entero que están perdiendo su fuente de trabajo y de ingreso -muchas veces de manera permanente- y son enviadas a sus casas sin posibilidad de llevar sustento a su hogar. Y existen por supuesto miles de meseros y meseras, encuestadores de a pie, trabajadoras y trabajadores del hogar, profesores y profesoras a domicilio, vendedores y vendedoras ambulantes, taqueros, que ya no tendrán trabajo. Y aquí se sumarán miles y miles de obreros y obreras, ingenieras e ingenieros, oficinistas, taxistas, ejecutivos, personal de intendencia, guardias de seguridad, cuidacoches, voceadores de periódico, para quienes la pérdida de la demanda de los productos que vendían o producían caerá dramáticamente (como no se veía desde la Gran Depresión mundial que comenzó en 1929 y cuyos efectos se extendieron casi una década).
Así también, ya en Monterrey estábamos viviendo en alerta de género, y con violencia familiar creciente. Y ahora con el encierro, como el mismo gobierno estatal lo ha advertido, esta violencia se ha recrudecido. No todo irá bien dentro de los hogares. En China ya hay registros de cómo con el encierro aumentó enormemente la tasa de divorcios.
Sin embargo, dentro de este ambiente oscuro y desesperanzador, afloran las historias que hacen vibrar el corazón y dejan signos de que quizás el mundo no tenga que ser igual en un futuro. Cartulinas pegadas en los aparadores de negocios -aún abiertos- donde se ofrece comida gratuita a quienes no tienen sustento ni techo; personas que ofrecen a sus vecinos -vía mensajes en redes sociales- comestibles y artículos de primera necesidad para compartir en el tiempo de escasez que viene; se suman iniciativas de empresas chicas, medianas y grandes para ofrecer servicios de transporte gratuitos a personas adultas mayores para que realicen sus pagos y compras de primera necesidad. La innovación de estos emprendedores sociales no ha tenido límite.
Y es así como el pasado no se va. No se ha ido. Lo llevamos a cuestas. La pobreza y la desigualdad, el deterioro del medio ambiente, la violencia contra mujeres, niños y niñas, la explotación laboral, la amenaza de las permanentes guerras bélicas y comerciales, la discriminación hacia quienes no forman parte de las mayorías, todo esto no se irá una vez que se descubra el medicamento, una vez que esté lista la vacuna para prevenir y cortar la dispersión de la enfermedad, o bien, todas estas cosas no se resolverán una vez que -desgraciadamente parece ser la solución por ahora- la mayoría del planeta se contagie del virus y con eso nos volvamos inmunes. Cualquiera de estas posibles soluciones no nos salvaría de la incertidumbre del futuro que ya era desolador desde hace mucho. Pongamos en su justa dimensión la crisis del COVID 19. Es obvio que lo amerita. Pero no olvidemos el pasado que ya veníamos arrastrando. Definitivamente el mundo no puede (no debe) volver a ser como antes.
Mauricio Argüelles
Marzo 2020