Hablar de epidemias es hablar de la historia de la humanidad. Las epidemias han acompañado al hombre a lo largo del tiempo. Entre las más destructivas podemos mencionar algunas que son de larga data como la peste negra, la viruela y la fiebre o gripe española, y otras más recientes como el VIH/SIDA y el ébola. La mayoría han sido erradicadas gracias a los avances científicos y otras continúan cobrando víctimas. Actualmente, el mundo está viviendo la pandemia denominada Coronavirus (COVID-19), originada a finales del año pasado, en la ciudad de Wuhan, capital de la provincia de Hubei, en la parte central de China, la cual se ha esparcido rápidamente a otras latitudes, y desde enero de este año a la fecha, ha provocado la muerte de 30,000 personas principalmente en Europa y los Estados Unidos de Norteamérica (dw.com, 2020).
Ante la llegada del coronavirus a nuestro país y a nuestra ciudad, el temor y la incertidumbre se han apoderado de los habitantes, obligándonos incluso a hacer cambios radicales en nuestros hábitos, comenzando por el auto-aislamiento que muchos de nosotros estamos llevando, con el objetivo de evitar que se propague la enfermedad. Sin embargo, esta no es la primera vez que Monterrey enfrenta una epidemia. En este artículo haremos referencia a la “fiebre amarilla” que azotó a la ciudad en dos ocasiones (finales del siglo XIX e inicios del XX), para dar una visión histórica de cómo se vivió esta enfermedad y los esfuerzos que se hicieron para vencerla para terminar haciendo una breve comparación entre ambas.
Entre las epidemias más fuertes que ha habido en la ciudad se encuentra la fiebre amarilla, también conocida como vómito negro o tifo americano. La fiebre amarilla es una enfermedad endémica de las zonas tropicales de África, América Central y Sudamérica, que puede propagarse a otras regiones a través de los diferentes medios de transporte. Recibe el término “amarilla” debido a la ictericia que presentan algunos pacientes (OMS, 2019).
Esta enfermedad es producida por un arbovirus del género Flavivirus, el cual entra al cuerpo del mosquito Aedes Aegypti, que se convierte en el vehículo de transmisión hacia los humanos al momento de hacerles una picadura. Las epidemias de fiebre amarilla se dan cuando el virus es introducido por personas infectadas a zonas con alta densidad poblacional como lo era ya en esa época la ciudad de Monterrey. Los síntomas son fiebre, dolor de cabeza, dolores musculares, vómito con sangre, cansancio, la ya mencionada ictericia, dolor en los globos oculares y latidos cardiacos irregulares, entre otros (Mesa y Prieto, 1899, p. 29). El período de incubación es de 3-6 días, después vienen 3 ó 4 días en los que los síntomas desaparecen y el paciente se cura, pero en los casos graves, la persona muere entre 10 y 14 días (OMS, 2019).
Hacia finales del siglo XIX, Monterrey había dejado de ser un importante centro comercial y se encaminaba hacia una nueva vocación: la industria. Entre 1873 y 1874 el Gobierno del Estado emitió tres decretos para incentivar la instalación de fábricas en el Estado y preparándose para el gran tráfico de mercancías y personas que esta industrialización traería como consecuencia, se inició la construcción de tres ferrocarriles para que el país estuviera comunicado por los cuatro puntos cardinales: el Ferrocarril Central Mexicano (México-Paso del Norte, hoy Cd. Juárez), El Ferrocarril Nacional Mexicano (México-Nuevo Laredo) y el Ferrocarril Internacional Mexicano (Piedras Negras-Durango), que entraron en operaciones entre 1882 y 1898 (Cerutti, 2000, p. 62). Posteriormente, entre 1888 y 1891, se construyó el Ferrocarril de Monterrey al Golfo Mexicano, el cual iba de la estación Treviño en Coahuila a Tampico, -que ya se había convertido en el segundo puerto de importación y exportación del país-, pasando por dos ciudades que ya eran importantes: Monterrey, capital de Nuevo León y dónde ya había arrancado la época de “la gran industria”, y Ciudad Victoria, capital de Tamaulipas.
Y fue precisamente, el Ferrocarril de Monterrey al Golfo, el medio por el cual llegó el contagio de la fiebre amarilla a la ciudad en dos ocasiones: una en 1898 y otra en 1903. La primera vez, la epidemia duró dos meses y la segunda, tres. Meses antes de llegar la enfermedad a la ciudad, se reportaron los primeros casos en el puerto de Tampico. Al conocerse la noticia de que la enfermedad ya estaba en lugares cercanos a Monterrey, el mecanismo utilizado por el entonces Gobernador del Estado, Gral. Bernardo Reyes (1885-1887, 1889-1909), fue el de implementar una serie de acciones con el objetivo de evitar el contagio entre la población de la ciudad y del estado. Estas medidas preventivas fueron las siguientes:
Se prohibió la entrada de mercancías procedentes de Tampico; se notificó a los alcaldes de las poblaciones donde había estaciones ferroviarias del Golfo y poblaciones aledañas, se establecieron centros sanitarios de control en algunos puntos de la ruta del ferrocarril, se construyeron “lazaretos” en varios puntos de la ciudad con el apoyo económico de las principales fábricas de la ciudad como la Cervecería Cuauhtémoc, y por último, se solicitó al Ministro de Comunicaciones la suspensión del tráfico del Ferrocarril del Golfo, ya que se tenía la sospecha de que el contagio se daba a través de este medio. Sin embargo, en ambas ocasiones, esta solicitud fue rechazada.
Igual que ahora con el COVID19, lo que se pretendía era evitar la movilidad de personas y mercancías para que así, el contagio no se esparciera. Sin embargo, al no cerrar las fronteras, la fiebre amarilla entró a la ciudad, pues los trenes del Ferrocarril de Monterrey al Golfo provenientes de Tampico cargados de mercancías y de pasajeros, llegaban a la Estación del Golfo, ubicada en el centro de la ciudad al norte, y de ahí se esparcían a sus destinos, iniciando así la epidemia.
En las dos ocasiones se observó que los enfermos habían estado en el Ferrocarril, algunos como pasajeros y otros como tripulación. Mediante varios estudios realizados por científicos de la ciudad de México, enviados por el Presidente Porfirio Díaz, se pudo comprobar que efectivamente, el foco de infección era el Ferrocarril del Golfo y que la enfermedad no era propia de Monterrey sino de Tampico y Ciudad Victoria (Mesa y Prieto, 1899, p. 49).
Una vez extendida la enfermedad, se tomaron nuevas medidas, comenzando por el aislamiento de la gente infectada; la desinfección de habitaciones y ropa con bicloruro de mercurio o bien, en el horno del Hospital González (actual Hospital Universitario). Los enfermos, si era gente de la localidad, debían recibir los cuidados en sus casas hasta recuperarse o hasta morir; si eran foráneos, se les enviaba a los diversos lazaretos para el mismo objetivo. Exclusivamente, para estos casos, si el paciente moría, se debía enterrar sobre dos capas de cal viva (óxido de calcio), que servía como desinfectante, y posteriormente, se cubría con tierra, pero se prohibía asistir a los cortejos fúnebres y a los panteones. En cuanto a los medios de transporte, también debían desinfectarse los trenes de carga y los de pasajeros, los carros urbanos y los coches de sitio, de los que ya existían unos pocos. Podemos percibir el caos que se vivía en la ciudad.
Como se comentó con anterioridad, la segunda epidemia, de septiembre a diciembre de 1903, fue la más destructora. En la de 1898, la ciudad contaba con una población de 60,000 habitantes aproximadamente; hubo 1,200 enfermos y 125 defunciones con una tasa de mortalidad de 2% (Mesa y Prieto, 1899, p. 47); mientras en la segunda, la población había aumentado a 72,000 habitantes y la cantidad de infectados casi se duplicó con 2,327 enfermos, la de defunciones subió a más del doble con 287 personas fallecidas y la tasa de mortalidad fue de 9%, es decir, más del triple que en la primera. Después de estas dos oleadas, la enfermedad de la fiebre amarilla no regresó a la ciudad.
Después de esta breve visión histórica de la epidemia de la fiebre amarilla, podemos sacar algunas semejanzas y diferencias con la del coronavirus COVID-19. Entre las cosas parecidas podemos observar que ambas epidemias no son propias de nuestra localidad sino que fueron importadas, la primera de las zonas tropicales de África, América del Centro o América del Sur; eso nunca se pudo definir; y la segunda, de Asia. También hay coincidencia en la rapidez con la que se propagó la enfermedad y en que las principales acciones preventivas fueron evitar la movilidad de las personas y el aislamiento. Igualmente, podemos mencionar, guardando las debidas proporciones, el temor al contagio entre la población.
Otra coincidencia es que, en ambas, el contagio principal se dio a través de medios de transporte por pasajeros que se habían infectado en el lugar de origen y después ingresaron a otras partes. La fiebre amarilla “viajó” en el Ferrocarril de Monterrey al Golfo mientras el COVID-19 lo hizo en avión. Reflexionemos un poco en lo irónico de la situación, pues lo que el ferrocarril fue en su momento, lo es ahora el avión, en el sentido de ser la mejor opción para una transportación rápida y eficiente de mercancías y personas. Son elementos básicos para el desarrollo y el progreso de las sociedades del mundo y al mismo tiempo, como el caso que nos ocupa, mensajeros de grandes calamidades. Sin duda alguna, ejemplos claros de las contradicciones y “males necesarios” del Capitalismo.
Entre las diferencias se puede comenzar diciendo que ahora las medidas de higiene son mayores y muy específicas, como el lavado constante de las manos, pues gracias a la ciencia se supo rápidamente que esta es una de las mejores maneras de evitar el contagio; en cambio, en la época de la fiebre amarilla, la Microbiología y otras ciencias biológicas apenas se estaban desarrollando por lo cual el conocimiento científico y tecnológico para enfrentar las enfermedades infecciosas era más limitado. Esto tiene relación con otra diferencia: la disposición de los cadáveres. Durante las dos epidemias de la fiebre amarilla en Monterrey, la técnica que usaban para que el cuerpo corrompido no provocara mayores males, era poner dos capas de cal viva debajo del féretro y ya después la tierra. Ahora, lo que están haciendo en Italia y España, es la cremación de cadáveres, ya que se considera que los cuerpos de las personas fallecidas son contagiosos. Otra diferencia, es que durante la fiebre amarilla, se prohibía asistir a los sepelios y a los panteones y ahora, solamente se recomienda no realizar ninguno de éstos.
Para finalizar, puede concluirse que la humanidad ha aprendido a convivir con las epidemias, que ha obtenido aprendizajes de estos infortunios, que la ciencia es un gran aliado para combatirlas pero como ser social, también ha aprendido a enfrentar estas enfermedades y todo lo que implican como el auto-aislamiento que nos hemos impuesto, tratando de evitar la propagación descontrolada de la enfermedad en un gesto de responsabilidad para con nuestros semejantes. En el pasado hemos vencido una y otra vez las diferentes epidemias que han azotado a nuestra metrópoli y esta vez, no será la excepción.