El mal de Samsa

Autor: Renato Tinajero

 

 

Del mal de Samsa se han escrito más conjeturas que hechos comprobados. Las investigaciones fracasan, las falacias se multiplican, cunde el pánico. Ayer mismo se reportó el asesinato de otro enfermo: lo quemaron vivo en su propia habitación.

 

“Alternos” es el eufemismo que se ha extendido para nombrarlos. “Queman vivo a un alterno”, decía la nota del periódico. Llámenlos como quieran.

 

Si el mal es contagioso, no sabemos. Algunos le atribuyen una raíz genética, una letra equivocada en el código celular. Proteínas que responden al error y derivan en patas y caparazón lo que deberían ser los brazos, las piernas y la piel. Los que esto sugieren no explican por qué el mal se manifiesta en edades tardías, nunca antes de la adolescencia, ni por qué la transformación sucede siempre en un lapso de horas, mientras las víctimas duermen. ¿Pero es que nadie va a responder estas preguntas?

 

El siguiente podrías ser tú. O yo. Un día nos despertamos en nuestra cama y somos otros, somos “alternos”. Y quienes deberían defendernos, tu esposa y tus hermanos, o mis padres, dejan pasar a la multitud armada. Ahora estás pensando y no los culpas. ¿No harías tú lo mismo, cuando no pudieras reconocer más al hombre bajo la apariencia (y quién dice que es sólo la apariencia) del animal?

 

El mal de Samsa no tiene cura. Esto lo sabemos. Y conocemos un par de cosas más. Que los alternos no viven mucho, que los mata un resfriado. Certezas al fin, a las cuales aferrarse en el océano de las probabilidades.

Acaso no exista mayor complicidad que aquella pactada entre el narrador y su lector. Acordados los términos de la conversación, el relato - quizás brisa, o huracán quizás - fluye libre en la conciencia de quien lo lee. Narrador y lector cuentan entre sus memorias más vivas los rostros y episodios de aquello que han escrito o leído. 

Ante la conciencia, el relato ha sido tan real como la vida misma, o acaso más real, pues no lo agotan los siglos: muchos años después, frente a las puertas de Troya, Sherezade aún recuerda la mañana en que Gregorio Samsa amaneció en su cama convertido en un gigantesco insecto. El autor de estas páginas, mucho menos memorioso, ya no recuerda el día en que descubrió la felicidad que le dan los cuentos. La felicidad de leerlos y de fabricarlos. Este libro reúne un puñado de esas alegrías personales.

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